Todo en la vida parece estar distribuido en momentos. Momentos que en algunas ocasiones, pueden ser menos de lo que en realidad imaginamos, o más de lo que pensamos que puede ser algo en nuestro día a día. No es la raro que la calma se rompa con un simple segundo o que la ira se deje llevar a sí misma para abrirle paso al sueño, y todo eso, pasa en menos momentos que el resto de los aconteceres de cada uno de nosotros, los amantes. Las palabras, las acciones, los encuentros, todo está dividido entre secciones, que podemos encontrar a través de nuestra mente, y entre las muchas habitaciones que pueblan nuestro cerebro.
Mi mente se empezó a romper en secciones el día que vi por primera vez que las puertas del cielo tienen forma de mujer, y que no estamos dispuestos a abordar las nubes completamente, porque no nos dedicamos a darnos más tiempo entre las sábanas y las canciones. Recuerdo que el espacio que se abrió en mí en el momento que vi el universo en sus ojos decía su nombre y le daba una fecha en especial, pero no un horario ni un vencimiento, para que llegáramos a un punto interminable en la infinidad de nuestras miradas, mientras mis manos recorrían los mundos de su piel y mis sentidos se perdían en el olor de su perfume a mujer desnuda. La manera en que recorrían a la velocidad de la luz sus imágenes a través de mis pensamientos eran inigualables. Jamás pensé que detallando una pupila, un lunar, o una cicatriz pequeña, pudiese darle un nuevo piso espiritual al sentimiento. Pudiese darle vida a la muerte encontrada en los rincones oscuros de mi mente. O que, con solo comparar el color de mi piel, con el de su piel de Eva, encontrara más allá de la oscuridad una nueve fuente de luminosidad.
Era su cabello, que se despeinaba entre mis manos y me oscurecía la mirada para que en mi ceguera pudiese olerle mejor. Eran su cuello, que se mostraba complaciente en cada instante, que se dejaba llevar conmigo y que me hacía perderme porque sabía que le gustaba que me gustara estar atrapado entre sus clavículas y la cicatriz de su barbilla. Eran sus costillas, su abdomen, sus pechos y todo lo que me armaba un recorrido de deleite. Era todo su cuerpo, lo que dividió mi mente en secciones, porque sabía de cuanto a cuanto había entre su nuca y sus talones. Era todo lo que me tenía ocupado día y noche, noche y día, toda hora y me hacía perder el tiempo entre revoloteos de ansiedad y excitación. Era el universo que descubrí en sus ojos, en cada momento, cada vez que dedicaba tiempo a admirar cómo su mundo se volvía la existencia, y se volvía la tierra en mi mente, ya dividida por la misma distancia que alejaba sus labios de los míos cada vez que quería recordarla más, y hacer que cada momento, fuese en ella.