Estoy sentado fuera de mi casa, pues mi llave está perdida,
y no me queda nada más que rogar que exista un alma dentro de mi lugar que sea
lo suficientemente piadosa como para dejarme entrar a mi recinto, que aunque
sea igual de frío que la lluvia que me azota, tengo por seguro que no moriré instantáneamente.
Grito con fuerza, no se asoma ni un alma. No hay señal de vida, aunque las luces estén encendidas. Cae un rayo cerca de mi, no puedo creer la suerte que tengo de que no me haya matado, con todo y que soy lo único que está en este piso que puede detenerlo, todo lo demás es el techo del edificio, y las ganas de vivir que no me quedan. Grito de nuevo, no se asoma ni un alma.
El frío, insoportable, tétrico, punzante y penetrante. Cada respiro que doy es una puñalada a mis pulmones, que deben estar muriéndose desde hace tanto, por la nicotina y el tabaco que locamente consumía para olvidar que las penas pueden existir, para en lugar de sentirla, ser la pena. Pero ni aun así puedo morir, soy tan inmortal como una estatua.
Mi piel está desnuda y arrugada. No hay una sola señal de alguien que quiera venir a darme calor, o de que dios se apiade de mi y de mi bondad, pues la crueldad existe para la gente buena, y los pecadores que sólo acuden al señor cuando quieren que les de gloria la reciben sin dudas del manda más de los cielos se caen sobre mí como si no hubiera un día después de hoy. Triste y gris hoy.
¿Cuántas horas han pasado? Apuesto que ya pasó un día, pero, ¿cómo saberlo si mi vida ahora es una lluvia constante de lágrimas sin valor? Si ahora cada paso que doy es como caminar sobre carbón y cada bocado que doy es como masticar vidrios. Todo es dolor, todo es llanto, todo es ausencia y demencia sin sentido, acompañada de rayos incapaces de golpear mi cabeza.
Ahora que no puedo moverme, que lo único que puedo hacer es temblar, sólo me queda esperar. Seguir esperando, aunque sé que no hay nada que esperar, pues lo único que queda luego de eso es morir. Morir por el frío que no se va, por las lágrimas de sal que cortan mi piel, y por la quietud de mis pies y el dolor de mis labios, mis ojos perdidos que no hacen más que seguir las gotas cuando caen.
No deja de llover, no dejan de caer los rayos, el dios del trueno no deja de gritar. Mi paisaje es un cuadro y una puerta, una silueta moviéndose dentro de mi casa ignorando mis gritos de ayuda, esperando mi último aliento para que deje de llover y llorar de alegría mi muerte repentina. Pues, aunque abras la puerta, lo único que encontrarás será mi cadáver, envuelto en un rio de lágrimas, chamuscadas de rayo y un dios que se burló de él hasta no poder más.
Sólo te queda abrir la puerta, caminar hacia mí, decirme que eso era lo que querías y dejarme morir. Luego levantar mi cadáver en señal de victoria, pues seré tu trofeo y la prueba de que no eres persona, que eres un dios, que eres aquél que venció bajo la lluvia cuando el dios del trueno no podía gritar más que me dejaras entrar, porque el frío me iba a matar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario