viernes, 2 de noviembre de 2012

El amado azul de su cuerpo.


El mar la trajo consigo, o ella era el mar. No puedo recordarlo muy bien porque mientras esperaba que su barca se acercara más, preguntándome si era una sirena o una belleza más golpeé mi cabeza con un recuerdo y en el momento de despertar estaba acostado con un océano de pasión encima de mi cuerpo, que antes de conocerle era un desierto sin un centro, o un corazón.
La admiraba desde lo que pude ver hasta donde pude llegar. Sus talones llevaban consigo el frío del invierno y mientras iba subiendo por ellos con mis labios notaba como cambiaba el sabor de la temperatura, mientras más arriba iba, las aguas se volvían más cálidas. Llegué desde sus glaciares tobillos a su oceánica espalda, y en ella estuve navegando horas y horas con mis besos y mis manos.
Su espalda guardaba misterios, así como lo más profundo del mar tiene sus secretos. Tan lisa y tan hermosa. Podía pasearme por su piel desnuda con la misma libertad que una barca en una laguna tranquila. Aunque estaba despierta e inquieta podía ver con qué calma sus caderas se movían, creando suaves oleajes en sus océanos por los que me adentraba cada vez más.
Seguía subiendo con mis labios por su mar hasta llegar a la cascada de su cuello y dar besos al río de sus cabellos, que guardaban con ellos un olor a libertad y a perfume natural. Me perdía en el sabor a agua limpia que su piel desnuda, color café y caramelo, llevaban consigo a donde quiera que mis labios rosaran de su cuerpo.
Seguía adentrándome en el océano de su ser, explorando su tundra, su mar, sus ríos y fuentes. No pretendía imaginar cómo sería explorar adentro del mar, prefería vivirlo que soñarlo ya que podía. Yendo al otro lado del mar me encontré con su rostro y con cada una de las cosas que sus facciones traían, desde sus ojos hasta su barbilla.
Sus ojos traían dos lunas llenas que brillaban con un resplandor que no dejaba rincón oscuro en mi mente. Sus labios sabían a lluvias que inundaban a cántaros cada hoyo de mis desiertos labios. Su respiración era aire frío que creaba tornados con el calor de mis suspiros. Toda una armonía entre mi desierto y su mar.
Bajando de nuevo por la cascada de su cuello me encontré con el río que bajando poco a poco se encontraba entre sus senos, viendo la aureola de sus pezones me encontré a mi mismo en una tormenta que ponía en riesgo mi góndola, así que seguí bajando poco a poco a la laguna de su ombligo, y más abajo a la fuente de su libertad.
En cada paseo que daban sus manos gélidas, acariciaban el calor de mi rostro y mi pecho. Llenando de frío mi piel, provocándome a explorar lo más profundo de su océano en busca de un manantial de emociones. Sus movimientos turbulentos hacían del viaje el mejor momento y sus tornados internos erizaban cada pelo de mi ser.
Causábamos erupciones volcánicas en nuestros seres, creando aguas termales en nuestras pieles, llenando de vapor cada rincón de nuestro espacio. Empañando cada cristal de nuestros ojos y de nuestras almas. Calor y frío en cada encuentro, que terminaba en un cálido y placentero tesoro al que llamábamos libertad.
Mi existencia se volvió un pescador poeta, que tendía a diario su red para pescar las pasiones del amado lugar del mar en el que se encontraba, y del que no quería salir. No importaba la velocidad del agua, yo subía y bajaba hasta que mar adentro me perdí en sus labios y no me fue posible llegar a volver. No me importó. Me adentré en sus senderos secretos, a explorar sus fuentes, sus selvas, su ser. El amado azul de su cuerpo.

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