No tengo deseos de competir por nada de lo que hoy no tengo.
No tengo un título por el cuál competir pero tengo con qué competir contra los
que tienen el título. Y me han dicho que tengo todo para poseer ese título por
el que no he luchado, pero que le hago competencia los que tienen que luchar
por él. Es gracioso como juega el mundo este juego de gladiadores al darle
habilidades que son capaces de romper tus sueños a la mitad más uno a gente que
no desea usar esas habilidades para pelear contigo.
No tengo ganas de levantarme de la cama espantar a correteos
al deseo matutino de encontrarme con las cosas con las que soñé la noche
anterior a pesar de que sean ilusiones de la mente lineal en lugar de ser
realidades a las que puedo estar atento. A la vida que puedo estar atento. Es
parte del deseo el que sea algo imaginario, y parte de la realidad es que esté
presente. Eso me dio a entender que eres un ser ficticio y real por más
incoherente e irreal que sea esa, digamos, afirmación. No tengo una palabra para
describirlo… qué irreal es eso.
Nací con ganas de explorar al mundo por lo que me han
contado las personas que me han visto transitar en él. Me han contado que mis
piernas aunque flojas como ellas solas y, coloquialmente, morsas como sólo
ellas saben serlo han caminado tanto este mundo que cuando dejaron de hacerlo
fue porque ya se habían paseado por toda tierra que debieran de pasearse y lo
único que quedaba era caminar hacia lo que necesitan. Divertidas las cosas que
dice la gente, y ganas no les faltan de señalar las cosas que hacen y
decírtelas, aunque las sepas.
Y otra cosa nata en mí es el ser egoísta y luchar por lo que
quiero de verdad. Mi egoísmo en la vida ha sido tanto que todas mis tierras, a
las que puedo llamar amigos, son mis tierras y de más nadie y tanta ha sido la
lucha por mis tierras que poner un pie, sin mi permiso, en ellas es cortar tus
sueños a la mitad más unos cuantos pedazos de lo que fue tu vida una vez. No es
tanto una amenaza como un cartel en la entrada del camino que he recorrido al
pasar de los años y al rosar de los labios y el sentir cálido de los abrazos
que me dan mis hermanos y los besos que me han contado en secreto mis amantes.
“Andar y andar, pero, ¿Qué estamos esperando?” Me pregunté
una vez, y la respuesta que obtuve más clara fue “Nada, sólo hay que seguir
andando” y he andado tanto por ese mismo camino que me sé de memoria el
trayecto de ir y venir de estar bien y estar mal y de tumbar el sinfín de
paredes que encuentra el ser, al ser agobiado por el monótono sonido del
silencio y la soledad que solo es rota cuando el marinero saca fuerzas de sí
mismo para seguir andando con su barca en ese mar de tormentas que llamamos
existencia y vida del ser.
La lección que aprendí de tanto caminar es que al llegar a
mi hogar, o a mi sitio predilecto, me esperan las sonrisas hogareñas de las
personas que quiero y el amor y el calor del cuerpo sereno, de paisajes
ilimitados que pinto en mi mente y plasmo en el lienzo de su lisa espalda para
poder ver una y otra vez los miles de caminos que he andado desde que aprendí a
conocer y desde que terminé de luchar para vivir esas tierras a las que llamo
mis tierras, y esa Luna a la que llamo mi inspiración, y otros nombres
infinitos como la distancia que hay entre la tierra y la Luna. Que esa
distancia la sé. Y eso sí que lo sé.
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