Dormí de madrugada y desperté en la tarde. Desordenado. Comí
la comida que no debía a la hora que no era. Llegué a la puerta de la estación
equivocada y tomé el tren hacia el sitio incorrecto. Bajé una parada antes o
después, no sé, pero no estaba donde debía. Caminé en la dirección contraria y
miré mi reloj, llevaba horas adelantado y giraba en dirección opuesta. Conté
los segundos al revés y pestañeé dos veces, tres, cuatro, y el reloj seguía
dañado. Contaba el dinero que no se aceptaba en mi país, que obtuve de manera
ilegal, tomé un taxi de dudosa seguridad y llegué a una casa que no sabía que
existía. Me puse de espaldas y caminé hacia la reja, abrí el candado con los
pies y entré. No cerré el candado, porque era un error, y entré sin tocar la
puerta, a mi mala suerte. Me encontré con la gente incorrecta, en la sala que
no era, con la ropa equivocada en el evento del día. Me desvestí mientras se
vestían de logros y me puse sobre el sofá, con los pies en los cojines, porque
soy un mal educado. Bostecé sin taparme la boca, para tragármelos a todos,
porque ya la comida no me satisface. Pero, ¿Qué me importa? Nací en el lugar
equivocado, con el signo que no era. Con los padres que no son. Crecí en las
casas de personas ajenas. Comía como no debía. Salía cuando no debía. No leía.
No veía. No había nada. No importaba, porque de todas maneras todo era un
error. Todo era un desastre. Un desorden. Un descontrol. Un no sé qué debo
hacer. Y como nada cambiaba, lo que debía hacer era lo que había que hacer,
aunque estuviese mal, porque con tanto mal todo parece estar bien. Y un día,
dando vueltas donde no debía, me encontré con el mal más grande. El mal más
perverso y malévolo. Un error que no podía ser más equívoco. Y yo no había
estado más equivocado esa vez. Y aunque lo sabía, le seguía, A donde me dirigía
no importaba, porque le seguía. Le encontraba en cada esquina y en cada cuarto
de mi pensamiento. Y cuando decidí cambiar, no podía estar más mal, porque
aunque estuviese mal, se sentía bien. Me sentía bien encontrándome en su
perdición. En su pasión. En su mover. En su andar. Nada había tan real como su
pasar, y entonces, todo empezó a ordenarse. En mi mente y en mi cuerpo. Todo
empezó a tener sentido, desde el comienzo, y me di cuenta que aunque estuviese
en el sitio incorrecto, en algún momento, estaría en el cielo. Y encontré el
cielo en su mirada oscura y brillante y en sus labios de marfil. En su melena
odiosa, que se equivoca al intentar dominar, y en su errónea sonrisa que no
deja de robarme erradas sonrisas. En sus despertares y en sus anocheceres, que
hacen que mis días y mis sueños tengan un principio y un final, y que no se
queden nadando en un océano infinito de porqué. Y en toda su, que me hace ser
todo yo. Desde que supe que existía el ensayo y error, gracias a su aparición,
todo empezó. En su no sé qué que me hace hacer lo que pienso que está bien. En
su orden y en mi desorden. En nuestro quién sabe qué. Pero, principalmente, en
ella misma, que es mi logro más grande, y el único con el que hago que se desnuden
los que me dicen mal educado.
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